El Retorno de la Mirada Interior

De la Sobrecarga Digital al Eco de la Oralidad Primaria

Vivimos inmersos en un océano de información. Cada día, millones de palabras, imágenes y videos se despliegan frente a nosotros con la promesa de mantenernos informados, entretenidos y conectados. Sin embargo, una pregunta empieza a inquietar a investigadores y filósofos: ¿estamos perdiendo la capacidad de ir más allá de la superficie?

Paradójicamente, la abundancia puede empujarnos hacia la nostalgia de algo que creíamos superado: las formas ancestrales de conocimiento que florecieron antes de la escritura, en la era de la oralidad primaria.


El poder de la voz y el rito

Antes del alfabeto, el saber no se almacenaba en libros ni pantallas, sino en la memoria colectiva. La palabra hablada, el canto, el mito y el ritual eran los grandes vehículos del pensamiento.

Como explicó Walter J. Ong en Oralidad y escritura, las culturas orales no eran abstractas ni analíticas: eran situacionales, operativas, profundamente narrativas. Para recordar, confiaban en fórmulas rítmicas, repeticiones y relatos llenos de imágenes sorprendentes. La emoción y el asombro no eran adornos: eran la clave para fijar la memoria.


Pintar para conocer

El arte también cumplía un rol crucial. El color en la piel, el símbolo en la roca, la danza pintada en el aire: todo era conocimiento. Cada trazo era a la vez belleza, memoria y cosmovisión. Como subrayó Mircea Eliade, los símbolos no solo representaban: abrían puertas a realidades invisibles.


La oralidad “secundaria”

Hoy vivimos en lo que Ong llamó una “oralidad secundaria”: hablamos, escuchamos y vemos sin parar, pero siempre a través de un dispositivo. La inmediatez de las redes sociales o el flujo interminable de vídeos recuerda a la oralidad antigua, pero sin la experiencia compartida que le daba sentido. La sorpresa se diluye en la rutina del scroll infinito.


Un retorno inesperado

Curiosamente, el hartazgo digital podría estar despertando un anhelo de experiencias más profundas y sensoriales. El auge de la realidad virtual y aumentada parece querer devolvernos a un saber espacial, inmersivo, casi ritual. El arte inmersivo, la fotografía que apela a la emoción o las instalaciones que implican varios sentidos apuntan en la misma dirección.

Incluso en el terreno de la ciencia y la innovación, se habla cada vez más de la importancia del pensamiento visual, la creatividad y el juego. La pintura, por ejemplo, puede ofrecer más que estética: un antídoto frente a la literalidad y la saturación.


Una necesidad sagrada

En un mundo materialista, el arte sigue cargando con algo casi sagrado. Nos permite rozar lo inexplicable, conectar con lo trascendente, detener el tiempo por un instante. Allí donde la información fragmentada no llega, el símbolo, la metáfora o el color abren un espacio de contemplación.


¿Hacia un nuevo equilibrio?

No se trata de renunciar a la tecnología ni de volver a las cavernas. El reto está en integrar lo mejor de ambos mundos. En aprender a convivir con la abundancia digital sin perder la capacidad de asombro que cultivaron las culturas orales.

Quizá el futuro del conocimiento no sea lineal ni binario, sino híbrido: una danza entre algoritmos y símbolos, pantallas y rituales, datos y cantos.

Y tal vez la gran lección sea esta: la verdadera profundidad no se mide en la cantidad de información que consumimos, sino en la calidad de las experiencias que nos transforman.

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