Ríos que no se detienen

Hay vidas que, al mirarse desde lejos, parecen un cauce que ha cambiado de curso muchas veces. La persona que observa su propia historia con los ojos del presente descubre que aquello que antes consideraba desorden, dispersión o fracaso, ahora tiene otro nombre, otro significado. No es ya un río roto, sino un río que buscaba su cauce.

Con el tiempo, el lenguaje se vuelve espejo. Nuevas palabras —neurodiversidad, sensibilidad, trauma, atención— reordenan lo vivido. Pero esa traducción del pasado no solo corrige el error; también lo transforma. La conciencia actual puede iluminar antiguas zonas de sombra y ofrecerles dignidad. Lo que antes se vivió como rareza o torpeza, ahora puede reconocerse como una forma distinta de estar en el mundo.

Sin embargo, en ese acto de renombrar hay un riesgo silencioso: el de quedar atrapado en la nueva narrativa. Si antes uno era el “niño distraído”, ahora podría ser “la persona con una condición”. Cambia el signo, pero no siempre el fondo. Por eso, más allá de las categorías, lo esencial es recuperar el poder de interpretación: comprender que ningún hecho existe sin la mirada que lo interpreta.

Desde esa perspectiva, la justicia —sea interior o social— no es un conjunto de normas fijas, sino un proceso vivo. Una acción puede ser legal y, aun así, injusta; una reacción puede ser comprensible y, sin embargo, dañina. La ley humana intenta fijar lo que en realidad es móvil: la conciencia moral. Y esa conciencia se amplía con cada nueva interpretación que el tiempo permite.

También en el plano íntimo, la mente humana revisa su pasado como si explorara un archivo en movimiento. A veces lo hace para sanar, otras para comprender, otras para encontrar un punto desde el cual continuar. Hablar de lo vivido puede liberar, pero también cristalizar; escribir para uno mismo puede ser más transformador que hablar para los demás. Poner fuera lo que duele no es reafirmar el dolor, sino permitirle cambiar de forma.

En ese gesto hay algo profundamente humano: la necesidad de resignificar, de volver a narrar sin quedar atrapado en la historia. Porque, en última instancia, la libertad no consiste en negar los hechos, sino en elegir la interpretación que nos devuelva poder sobre ellos.

Así, la persona que antes se creía fragmentada empieza a verse como un río que nunca se detuvo, aunque su curso pareciera caótico. El agua sigue siendo la misma, pero ahora sabe que el cauce puede moldearse. Y en ese descubrimiento —a mitad de camino entre filosofía, justicia y salud mental— se revela algo más que una técnica de supervivencia: una forma de sabiduría.

La sabiduría de quien comprende que ni la ley ni la memoria son absolutas, que toda herida puede volver a ser fuente, y que incluso las corrientes más desbordadas encuentran su mar cuando dejan de pelear contra su propio fluir.

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